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Así opinan

Se fue Gabo nos dejó un universo

Escrito por Rodrigo E. Zalabata Vega

Aquel que sueñe llegar al universo garciamarqueano tiene como dirección del lugar el pueblo imaginario de Macondo. Ahora se sabe que existió una aldea que fue arrasada por el viento seco de la soledad, que se lleva toda residencia material en que mora el espíritu del hombre en la tierra, rescatada del olvido por el rumor renaciente de la nostalgia y el aliento eternizante de la poesía. Vuelve a nacer en ella quien con un conjuro gitano para el amor la descubre. Es la aldea quimérica que palpitamos todos y que nadie conoce, pero que en algún lugar del tiempo un gran poeta nos la encuentra sembrada en el corazón.

Gabriel García Márquez descubrió un mundo que todos conocíamos pero que nos estaba velado por la misma realidad. Ocurre que al arribar la magia al pueblo, como la loca poesía cuando llega a la casa tirando piedras de imaginación –dicho de otra manera de Santa Teresa–, se multiplican los dones, incluso cuando no se tiene el pan para llevar a la mesa.

Qué sería de la vida del hombre si no estuviera surcada por la existencia misma. No sembraría sus pasos, no cosecharía sus huellas, no rumiaría el tiempo fértil que prepara la buena cosecha. Es la bendición de la razón humana por la desobediencia sublime de desandar los caminos de Dios.

Por esa misma razón, el mundo descrito por Gabo surge en sentido contrario a la explosión cosmogónica del universo. Dibuja de regreso el paisaje que nos ha sido dado, para devolvernos en páginas de oro lo que se ha llevado el poder sobrepuesto a la naturaleza por la ambición humana. Así, el sol que sale todos los días revelando como nueva la maravillosa película de la existencia, del que apenas nos damos cuenta por estar a la sombra de los oficios diarios –en que nos ocupan otros–, por cuya paga canjeamos el milagro de nuestras vidas.

Macondo no se crea de la nada pero lo descubre todo. El revelador es al tiempo un empleado reportero que camina las calles de su propio pueblo detallando cada paso de la cotidianeidad. El lente de su mirada y su cuaderno de notas navegan en el tiempo desde el asalto de abordo del asombro que sufrieron los Cronistas de Indias que acompañaron el descubrimiento del nuevo mundo; o el espanto iluminado del primer nativo al que le mostró su existencia el espejo.

Por los caminos de la memoria, nos revela la clarividencia que se logra cuando el plano de la realidad es tomado por la imaginación. Se trata de la facultad de desvelar como tangibles aquellas cosas del espíritu que no sabíamos existentes en nuestro ser. El tiempo va de un lugar a otro para ablandar el gesto monótono de lo cotidiano y hacer todo creíble: se ve pasar a alguien volando en una alfombra, los objetos cobran vida, surge un enjambre de mariposas amarillas de su propia belleza; narrado aquello por una voz recóndita que no nos deja ver los arcanos que salen de las manos del creador.

Entre un pasado atrasado y un futuro condenado a muerte por la soledad, el tren del tiempo se descarrila de los rieles del destino para hacer notar absurdos los poderes que dominan la historia. Los personajes que habitan ese mundo se tornan delirantes, adivinatorios, la parábola de sus vidas los hace surcar los límites de la locura, se sacuden en su precaria existencia cuando el universo de lo que sienten posible los reduce a quedar amarrados al árbol castaño de la marginación. De la vida misma que les está siendo negada surge el realismo mágico como un recurso de salvación existencial.

Macondo está fijado de manera tan magnífica en el espacio de su creación que sentimos un déjà vu al leer ese mundo que ya hemos habitado. Como si el presente en el que repetimos la historia nos hiciera sentir fantasmas del pasado. Y no es solo la realidad marginal del Tercer Mundo, sino el atraso de la existencia del género humano frente a los poderes que sólo nos dejan como propia la muerte. Validos del instinto de conservación de seres vivos, los macondianos, al llegar la peste del olvido, en la entrada del pueblo tienen que advertirse: “Dios existe”, para no quedar a merced de una muerte sin memoria.

Es tal la virtual perfección de Macondo que a Gabo se le hace políticamente responsable de crearlo. Después de haber vaciado el concreto de su imaginación para reconstruir esa realidad negada, que nos hace vivir doble nuestra única vida, surgen las voces de protesta de los que lloran la existencia, y le exigen remediar lo que no habían visto; trayendo el pavimento a las calles, el hospital para los enfermos, la escuela para sus niños y la iglesia de los que esperan en Dios.

Como su creación original nace ya como un retrato de la realidad, ni su obra ni su vida se difieren a un salto metafísico de un cielo por el que haya que esperar. El asombro del espejo en el que nos hace ver Macondo nos muestra tal cual somos, con nuestras fealdades y la manera arreglada como nos acuñamos en el daguerrotipo de la historia. Las verdades de salvación con que nos socorre la razón llegan a Macondo en los rollos de Melquiades, abandonado en la vejez por su comparsa de gitanos, cuando ya el ardor de la vida ha consumido la historia y no permite que sean leídos.

En el Occidente de la antigüedad la inmortalidad era una condición con que nacían los dioses, aquellos que no obstante gozaban una existencia relacionada con los hombres tenían el atributo divino de no morir. Hubo hombres nacidos del injerto con los dioses, criados en el mito, como Aquiles en Ilíada, que luchaban a muerte por vivir en el recuerdo. En nuestros días nos aventuramos a atribuirle tal condición a quien, por su obra, después de morir, las generaciones que descubrirán nuevos mundos llevarán a salvo su nombre en las naves de la memoria.

Si a Gabo, consciente de su razón, se le preguntara por esos quiméricos tiempos, anticipándole la inmortalidad con la condición de morir, aseguro en la lógica informal de su mamadera de gallo: “Prefiero una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Vivió con tal apego a la realidad que pudo revelar cómo puede ser trascendente en sí misma, con un disfraz de carnaval en su rostro en el que nunca se nota la preocupación por las preguntas jamás resueltas de la existencia humana. Por eso Macondo surge como una película de la vida, ni buena ni mala, sin héroes de otro mundo y algunos villanos que hacen real la historia. Su narración es una nostalgia vívida que se cuenta, con un lenguaje de una lucidez poética que ilumina la vida retratada, y así muera exalta ser vivida.

De esa potencia creadora surgió el viento ineluctable que puso punto final a la obra sublime de su ser. En la ciénaga del olvido, al no encontrar más palabras por decir, una hojarasca de hojas blancas lo envolvió en un remolino de muerte reclamando aquellas letras de luz que crean vida. Del cuerpo del cronista de Macondo nadie tuvo noticia, los rumores en el pueblo dicen que vieron volar hacia el infinito a un señor muy viejo con unas alas enormes. De los pocos vestigios que datan un Gabo mortal en la tierra, queda una de sus últimas fotos en la que, como un coronel retirado, con una mirada de no se sabe perdida en el cielo, espera con toda dignidad y autoridad su pensión de inmortalidad.

Comentario

  1. Gabo le dijo a a la inmortalidad que rastree una foto donde él alza la mano y gráfica en el viento un erecto dedo corazón y a sus vecinos, el anular y el indice recogidos , para recordarle que la dignidad , la autoridad y ella eligieron en el monte eterno esa figura , modelo único para hacer los monumentos centrales en las plazas de los pueblos .

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