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Danzando con el disparate

Escrito por Eliecer Jiménez Carpio @drjimenez1a

Idiosincrasia Hadad, hija del primer turco que llegó a Ocaña, buscó primero fortuna en Marruecos y allí lo azoto la infidelidad y el desamor, razón para zarpar en un barco llamado La Castidad una madrugada de mayo, disfrazado de vergüenza. La primera marea lo animó a partir desde Casablanca, un puerto más discreto que el bullicioso Tánger.

El apacible Mediterráneo, con su infinita belleza, arrullaba al barco La Castidad. Su capitán, un bohemio y rudo portugués llamado Alfonso de Freitas, presumía cada noche mientras compartía en estribor haber recorrido los siete mares sin sufrir un solo naufragio. Sin embargo, aquel día en que los devotos festejan a Santa Apolonia, una infame tempestad destrozó el Castidad sin contemplaciones. Solo Hadid Hadad, aferrado a un viejo barril de roble, apareció seis años después en una playa del Golfo de Morrosquillo.

El cómo apareció después en Ocaña aún no se sabe. Esos turcos son una vaina, para todo susurran contándole a la brisa las buenas y las malas venturas. Creen que el viento es un buen consejero. Llegó con un envoltorio de roja tela fina que contenía más telas finas y las exhibió en la rústica plaza de armas a la sombra de una vieja bandera rasgada por la injusticia, esa que siempre cabalga por estos lugares como único acompañante.

Bajo un senil algarrobo gritaba Hadid en un español mocho y enredado. En un principio incitaba a la risa su peculiar acento, después era un encanto escucharlo. Si algo saben los turcos es hablar mierda de modo que en menos de una hora el bulto de telas se había vendido por completo.

Contrajo Hadid nupcias sesenta y seis veces. Un terrible secreto le acompañaba: el escorbuto le había insultado la virilidad y la enjundia varonil de la cual presumía en su natal Líbano se había marchado. En el Caribe acostumbran llamar turcos a todo el que llegue hablando trabajoso, pero Hadad en verdad era un empedernido Libanés, devoto de San Charbel. La mayoría de sus concubinas lo abandonaban, cansadas de la abstinencia forzada y del desacato a las normas de la libido. Pero qué va, eran las preocupaciones las que no lo dejaban copular fácilmente. Solo Encarnación Saumeth, hija del segundo turco que lleg a Ocaña, alejó la maldición de la impotencia a la que Hadid había sido condenado por el largo tiempo pasado a la deriva en los cinco océanos. Procrearon trece hijos. La menor, una hermosa turca a quien decidieron llamar Idiosincrasia Hadid Saumeth, teniendo al cura Miguel Iriarte como único testigo.

Idio, así la llamaban por cariño y cortesía, era mujer de bella estampa, con unos ojos Bere Bere imponentes y tiernos, aunque los ropones que le obligaban a usar no dejaban ver con exactitud la pomposa anatomía que acompañaba su reluciente sonrisa. Pero hermosa sí era, de pies a cabeza.

Con predilección por los matrimonios arreglados, desde muy jóvenes los turcos ejercen sus usos y costumbres prometiendo en matrimonio a las bellas mujeres con los más apuestos y ricos pretendientes. A Idiosincrasia le prometieron con cientos de jóvenes en edad de matrimoniarse. Sin embargo, para ella ni todos juntos le merecían, no solo por su belleza sino también porque contaba con la fortuna de su padre, propietario de la única tienda de telas finas que existía en Ocaña.

Así dejo pasar sus años mozos sin haber besado a nadie, esquivando el anhelado matrimonio por conveniencia. En su onomástico sesenta y seis, cuando comprendió que moriría virgen y casta, acompañada por la soledad y la autocomplacencia, decidió prepararse para morir.

Era Idiosincrasia el único vestigio dejado tras el paso de los turcos por Ocaña, todos habían marchado buscando mejores venturas. Preocupada por cómo se vería el día cuando la compasiva muerte llegara a su lecho, decidió ella misma preparar cada noche su amortajamiento.

Anhelaba lucir hermosa, vestida de manera elegante y con un maquillaje perfecto que ocultara las malditas arrugas. También la dentadura, con los dientes de nácar, ocultaría su edentulismo prematuro, regalo de quince años de su misericordioso padre Hadid Hadad, quien le pago al tegua del lugar para que retirara a la hermosa adolescente sus treinta y dos dientes y los remplazara por una reluciente dentadura postiza.

Cada tarde tomaba una cuchara de aceite de ricino. Así ayudaría a vaciar sus intestinos y alejaría la hediondez que acompaña los cadáveres, imaginando retardar la temible descomposición. También consumía otra de leche de magnesia y apretaba con fuerza su abultado abdomen para expulsar las flatulencias de modo que en el pomposo velorio no escapara alguna. No perdería la alcurnia ni muerta. Cenaba poco: algunos dátiles secos, ensalada de verdolaga y agua de pomelos endulzada con algo de panela rallada mientras diez candelabros de plata adornaban la enorme mesa.

Debajo de esta había diez bultos del mejor café para repartir en el velorio. Sobre la cama, el hermoso vestido blanco de seda para lucir cuando fuera difunta así como un velo blanco del más fino tul y ropa íntima apropiada para la ceremonia. Acicalaba su cuerpo extremando la higiene en las partes ocultas al sol, las cuales motilaba con la pericia del más avezado barbero, evitando acariciarlas para no despertar el maldito deseo. También peinaba su hermoso y bien cuidado cabello y lo impregnaba con aceites exóticos al igual que cada rincón de su aún hermoso cuerpo. Se perfumaba por completo con las más exquisitas fragancias y maquillaba perfectamente su rostro, ocultando las imperfecciones que nos obsequian los años.

Cuando el antiguo espejo le mostraba que se encontraba lista para terminar el ritual de amortajamiento, iniciaba con las extremidades inferiores, las cuales forraba con la impoluta venda blanca sin apretar demasiado, después se ponía el calzón, despacio. Un trapo viejo en la parte intima recogería el goteo del orín nocturno. El abdomen se lo apretujaba fuertemente con la infinita venda y las últimas flatulencias eran expulsadas. En el cráneo, el cabello recogido era asegurado con unos ganchos para pelo, llamados ilusiones. Comenzaba a forrar su cabeza solo dejando al aire los ojos, nariz y boca para así poder respirar.

Sobre el cuerpo vendado casi en su totalidad procedía a colocarse el hermoso vestido. El velo de tul sería la última prenda, antes de acostarse sobre la perfectamente tendida cama donde una sábana también blanca y doblada resguardaba unas tijeras abiertas y dos algodones para cubrir los orificios nasales. A un lado de la cama disponía agua con sal, un ramo de flores blancas, esencia de cacao y vainilla para alejar los malos olores, como también un pequeño recipiente con sulfato de aluminio y polvo de violeta. En el piso regaba harina, por si las animas llegaban quedaran sus huellas como testimonio de su visita, certificando que ya estaba completamente muerta y no la fueran a enterrar viva, como las historias de lo que constantemente sucedía en San Alberto, donde a cada rato se equivocaban sepultando a las almas catalépticas.

Ideosincrasia Hadad vendaba por ultimo sus brazos y se recostaba sobre la cama, evitando arrugar la sábana en la que la envolverían al ser sepultada en una bóveda amplia, bien ventilada y construida en mármol puro. Procedía entonces a rezar seiscientos padre nuestros, veintiséis avemarías y catorce veces daba vuelta al rosario, rezando devotamente.

Pedía a viva voz perdón por los pecados cometidos y luz perpetua por siempre para ella y todos sus ancestros muertos y olvidados por el tiempo y la escasa descendencia.

Procuraba no moverse en toda la noche, ni tener pesadillas para no arrugar la sabana. En un cuaderno escrito con perfecta caligrafía estaba consignado el orden del obituario a seguir. Cuántas veces y cada cuánto tiempo debería servirse el café y el orden de las oraciones que deberían pronunciarse, el pago por adelantado a las rezanderas y a las mujeres que bajo contrato lloraban con gran histrionismo los difuntos sin doliente y el color de ropa que vestirían los asistentes al velorio: negro absoluto para que no olvidaran que murió virgen y casta.
Por último, amarraba en el dedo gordo del pie izquierdo un cartón con su nombre y así procedía a dormirse.

Ya contaba con noventa y siete años de existencia y treintaiún años seguidos haciendo religiosamente la misma ceremonia de amortajarse por voluntad propia cada noche, pero la muerte es impredecible y la agarró un domingo santo cuando caminaba hacia la iglesia para asistir a misa de siete entre un infame aguacero caribeño. Un rayo la mató en un instante.

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