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Así opinan

La escuela verde de Aristóteles

Escrito por Albert Bonjoch Gené @abonjoch

El gran filósofo griego Aristóteles consideraba que “todos los hombres desean naturalmente saber”. El saber no distingue edades, ni clases, ni culturas. Todos necesitamos aprender: para sobrevivir, para crecer, para legar a la siguiente generación una herencia intangible pero muy real y necesaria. Hace más de 2000 años el conocimiento estaba reservado a las élites. Las doctrinas de Aristóteles, ahora universales, solo estaban al alcance de los círculos más cultos y poderosos. El alumno más famoso de Aristóteles fue ni más ni menos que el hijo del rey Filipo II de Macedonia, Alejandro (el apodo de Magno le llegó más tarde). Aristóteles enseñó a la joven príncipe gramática, geometría, filosofía, ética, política, poesía… pero ante todo le instruyó a “vivir dignamente”. Sus clases se desarrollaban en un lugar mágico en medio de la naturaleza, un santuario dedicado a las ninfas a treinta kilómetros de la capital del reino. El sabio maestro y su valeroso alumno tenían a su disposición cuevas naturales donde resguardarse y un magnífico jardín por donde pasear. Esta fue la escuela de Alejandro el Grande, este encantador oasis fue su puerta al saber.

Hace unos años tuve la ocasión de conocer las ruinas del Ninfeo, hoy en el municipio de Nausa, en el norte de Grecia. Son relativamente poco conocidas y no demasiado turísticas. Una lástima, o suerte ya que se pueden disfrutar con relativa calma. Nada hace pensar que, en este alejado pueblo agrícola de la región de Macedonia, en medio de campos de cerezos, manzanos y melocotoneros, se encuentra la escuela donde Aristóteles impartió las lecciones más importantes para la vida del futuro conquistador de Persia. La sorpresa es aún mayor cuando el visitante se da cuenta que este “templo de la enseñanza” conserva todavía el aspecto de las antiguas descripciones de Plutarco. Parece que el tiempo no haya pasado. Es cierto que solo quedan escombros de la stoa, pero se mantiene un elemento quizás más importante todavía: la naturaleza. El escenario conserva las fuentes, los manantiales, los árboles por donde circulaba el helénico saber. Basta con cerrar los ojos e imaginarse a Aristóteles paseando su túnica y su filosofía bajo la sombra de una higuera. Por un momento, parece que nada haya cambiado en dos milenios.

Por suerte, dos mil años y pico después no todo es lo mismo: hemos democratizado el saber, entre muchas otras mejoras. Pero hemos olvidado algo terriblemente importante del Ninfeo de Mieza. En este fascinante lugar me di cuenta de lo afortunado que fue Alejandro Magno, no por tener a Aristóteles como profesor, que también, sino por haber tenido la suerte de recibir una brillante educación en medio de la naturaleza. Por muchos avances tecnológicos que se produzcan, seguimos siendo animales y la naturaleza, cada vez más escasa, es (o al menos lo fue) nuestro hábitat natural. El saber debería siempre estar conectado con la tierra que nos rodea. Las escuelas deberían tener tantos patios como pantallas. Si yo fuera profesor, sacaría a mis alumnos a pasear. Si fuera arquitecto, diseñaría una escuela como la de Aristóteles. La pantalla que nos acerca al mundo también puede separarnos de él.

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