Download WordPress Themes, Happy Birthday Wishes
Cirirí Del Jirafo

La Gélida aventura por conocer el hielo

Escrito por Alberto Muñoz / @albertomunozpen / elhijodedonjulio@gmail.com

Hay algunas historias que terminan pareciéndose a otras, sin que ello se funde, necesariamente, en plagios, ni copias, ni mucho menos como chiripazos. Dos o más sucesos coincidentes se encadenan, sin acuerdos, ni razones, previos y direccionan en el mismo sentido, dejándole al destino la decisión del final.

Los pueblos, como el nuestro, en los tiempos en que todavía el acordeón no acababa de encajar, como elemento insustituible del conjunto vallenato. No obstante, los cuatro aires: son, paseo, merengue y puya, configuraban el molde primigenio que, con el paso de los años, armó el, que se conoce como, vallenato, que recoge la música de acordeón sujeta a estándares preconcebidos, sin que ello constituya un bozal que impida otras iniciativas, algunas de paso como la “nueva ola”.

De ciudades creativas en ciernes, sus cuadras y callejones, emana un tufillo expectante ligado a miedos, temores y supersticiones. Que si la mariposa, posada en el cuadro de la Sala, era negra, muerto a la fija, que si soñó con serpiente era pelea o lío, que si el fogón le hizo uespere, prepararse porque llegaría visita.

Tener la virtud, como la tuvimos en aquella época feliz, de escuchar, más que hablar, disfrutar el comentario y la narración de los mayores, era nutrirse de tradición y saber que, viniéndose con toda y de siempre al presente, esa gama diversa de comportamientos aprendidos, de prácticas consuetudinarias, de relatos sin final, todo sería más llevadero.

Nada más era bajar, por la tienda “la canoa”, ahí donde queda todavía y te dabas la vista con vegetación exuberante, una casa verde altísimas, con óvalos coloreados, como “puerta” al mejor paseo, pasabas la primera cerquita, luego otra y de pronto encontrabas el prodigioso Río Guatapurí ¡el rey Del Valle! por el lado de “la ceiba”, allí había un bailador, vida nocturna y agua a borbotones, con más veras en tiempos de creciente. Rosas, con sembrados de pan coger y predominio del ají, melón, patilla, yuca, y más. No pasaban cinco minutos de haber llegado cuando pasaba el gran Borrego con sus yeguas, caballos, terneros y novillos. En un dos por tres se perdía en la manigua.

En esas andábamos cuando llegó a mis manos, por primera vez, Cien años de soledad. Le agradecí siempre a don Hernando Morón Canales, quien una mañana de sábado llegó a nuestra casa y me dijo que su hijo Álvaro Morón Cuello, dedicaría ese fin de semana a leer el libro de Gabriel García Márquez. A los pocos días lo tuve y por tandas mensuales, después de catorce, coroné la primera de varias leídas.

La fuerza del principio es determinante en cualquier obra escrita. Mucho más en el caso de la novela, el cuento, la crónica, el reportaje. El de “Cien años de Soledad” es sublime.

 

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.

 

Durante el tiempo siguiente se mantuvo ese ramillete descriptivo, preciso. La fuerza suprema de la palabra para ofrecer significados, propiciar ideas y tejer recuerdos. Orillar el misterio y lo superfluo enfocándose en lo esencial. Recordar el enjambre de cazadores, por el camino de “la ceiba”, que regresaban con diez, doce, dieciséis, conejos cada uno y era como si no los tocaran porque la abundancia no disminuía.

Aquello sobre que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, lo había visto de niño cuando el mudo Jacob. Lo hacía a la perfección, pero, en este tiempo aún, hay personas que señalan desde el miedo y se ahogan en el desconocimiento de cómo usar su ingenio para superar las dificultades que los conservan muertos en vida.

Cuando vas a La Mina, ese corregimiento kankuamo, el rio marcha silenciosa, como si ocultara las penas del mundo con esas piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos, grandes como las del Guatapurí, cerca de Chemesquemena y por “Hurtado”.

Lo más parecido al pelotón de fusilamiento es la imagen de aquel 7 de agosto, n 1970, cuando el Presidente Lleras Restrepo, cuando le notificó al pueblo colombiano que a las nueve de la noche no debería haber nadie en la calle, salió el ejército a la calle y los fusiles, durante algunos días, con sus noches, estuvieron siempre a punto de ser disparados.

“Aquella tarde remota cuando su padre lo llevó a conocer el hielo”, la intuyo como una muy parecida a la tarde, de sol ardiente, retozos del viento fugaz, con ahogamiento del sosiego, cuando vimos por primera vez aquellos témpanos de hielo, con ínfulas de glaciar, y el rumor -silente y austero- del Guatapurí deslizándose raudo en su viaje sin retorno rumbo al Cesar. El frío proveniente de la zona de los témpanos contrastaba con el calor reinante en la comarca. Se había indicado que el hielo reinaba en los picos de la sierra nevada de Santa Marta, pero ahora lo teníamos al frente sin necesidad de ascender a la montaña. Nada más fue salir de la edificación y estuvimos otra vez en la realidad vallenata. Gracias al empuje creativo y a su capacidad emprendedora, del siempre recordado Avelino Romero, quien estrenó fábrica de hielo en la, hoy calle 15 con, carrera 3.

Después despertamos a la realidad cuando el incansable Fausto Ramon Castilla, inició la suya.

Sigue en Cien años de soledad: “(…) Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión (…)”

Al viejo campito del barrio Kennedy llegó, en marzo de 1967, el circo Egred Hermanos, con la carpa lijada por el tiempo y un sin fin de atracciones: maromeros y Masambula, un luchador fornido cuya fuerza aterraba hasta la estructura circense. Toda la muchachada se daba cita desde el inicio de la tarde y la romería familiar taquillaba sin compasión. La requisa era minuciosa y escrutadora porque hacía carrera la creencia de que si alguien entraba con un limón en el bolsillo por lo menos uno de los maromeros caería, sin remedio, de los columpios y trapecios. Para entonces, la panadería Castilla expendía pan de calidad y las auténticas “lenguas”, todo un manjar de harina hecho almíbar existencial en su maridaje con el salivar.

Via
Foto portada

¿Y tú, qué opinas? Comenta

Close