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Así opinan

La incansable búsqueda del amor

Escrito por Alberto Muñoz

Cuando decidiste que ese era el nido, vislumbraste la continuidad del inquebrantable destino del amor. Fuiste el del medio, en soledad y sin compañías microgeneracionales del orden familiar. No obstante, fuiste feliz, sirviéndoles a todos y te las arreglaste para, con tu sonrisa musical, disimular muy bien las tristezas del alma. Entonces, te acomodaste a toda alteración, a la incomprensión infaltable y encajaste, con estoicismo admirable, los dolores del tiempo; todo en silencio, como los grandes, sin quejarte ni ‘arrugarte’.

Tu primera conexión de amor estuvo ligada al padre bueno, pechichador y cómplice para el bien, capaz de comprar carro nuevo con tal de verte feliz. Durante gran parte de tu ejercicio existencial, el mundo automotor colmaba tus expectativas, te brillaban los ojos cuando describías las fortalezas, particularidades y propiedades de los que te emocionaban. Eras un mago de la palabra, cuando defendías el modelo mejor, convencido de que dominabas el tema, y si que tenías razón. Pero cualquier día, dejaste de hacerlo, sin decir por qué cambiaste de prioridad, pese a lo cual, conservaste el mérito de saberte con uno como te gustaba.

Jamás hiciste quedar mal a quien se esmeraba tanto por hacerte responsable de sus errores, carencias o salidas en falso, te empleabas a fondo para mostrar lo mejor en cada caso, sabiéndote seguro de ir en el camino de la integridad, sin ufanarte del valor de tus acciones. Fuiste prudente en cada ocasión, silenciabas tu voz sin hablar mal de otros, pero cuando sentías necesidad o la importancia de hacerlo, usaste palabras blandas, breves e inocentes para suavizar el mensaje.

Cuando tu amado padre partió sin regreso, toleraste el dolor, sufriste en silencio y te sentiste desamparado en torno al anhelo vehicular, con el propósito de abrirte paso en la planicie productiva. Ahí estuvo tu hermano querido, mayor en edad, pero cargado de comprensión, amor y piedad hacia ti. Él también se esmeraba por patrocinar tu gusto, para lo cual compró uno hermoso en compañía, para verte feliz, disfrutàndolo, sirviéndoles a los unos, y a los demás.

Veneraste a tu madre querida con solvencia amatoria, en silencio le expresabas todo tu afecto y amor, a través de visitas furtivas y sorpresas cotidianas, a tu manera. Sabías muy bien que los pequeños detalles hacen la diferencia. Amaste a tus hermanos y familiares, con fuerza creciente, pero todo el tiempo con prudente intensidad, mediante el servicio oportuno, con esa gran capacidad de escucha activa que te caracterizó, apoyabas uno de los brazos en la parte posterior de tu cabeza, atendías con presteza y atención completa con lo cual hacías sentir importante, bien atendido y complacido a tus interlocutores. Tuviste una especie de segunda madre en tu hermana mayor, destinataria de espontaneidad cuando alguna cosa o circunstancia te impacientaba. Solo bastaba una señal, por mínima que fuera, y contabas con ella, y ella contigo. Todos te extañan, te recuerdan y lloran tu partida. Con aflicción inocente, tu hermanita menor, esa a la que mientras estudiaba en la capital la despedías entregándole la alcancia con monedas que ahorrabas de tus “ingresos” de muchacho y el amor limpido que salía de tu alma sabanera.

La travesía del desierto

Como obra en el Evalgelio, Marcos 1,12-13: “12 En seguida el Espíritu lo impulsó a ir al desierto, 13 y allí fue tentado por Satanás durante cuarenta días. Estaba entre las fieras, y los ángeles le servían; Lucas 4,1-13: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto. 2 Allí estuvo cuarenta días y fue tentado por el diablo. No comió nada durante esos días, pasados los cuales tuvo hambre. 3 —Si eres el Hijo de Dios —le propuso el diablo—, dile a esta piedra que se convierta en pan. 4 Jesús le respondió: —Escrito está: “No solo de pan vive el hombre”.[ 5 Entonces el diablo lo llevó a un lugar alto y le mostró en un instante todos los reinos del mundo. 6 —Sobre estos reinos y todo su esplendor —le dijo—, te daré la autoridad, porque a mí me ha sido entregada, y puedo dársela a quien yo quiera. 7 Así que, si me adoras, todo será tuyo. Jesús le contestó: 8 —Escrito está: “Adora al Señor tu Dios y sírvele solamente a él”. 9 El diablo lo llevó luego a Jerusalén e hizo que se pusiera de pie en la parte más alta del templo, y le dijo: —Si eres el Hijo de Dios, ¡tírate de aquí! 10 Pues escrito está: »“Ordenará que sus ángeles te cuiden.

Te sostendrán en sus manos 11 para que no tropieces con piedra alguna”». 12 —También está escrito: “No pongas a prueba al Señor tu Dios”[d] —le replicó Jesús. 13 Así que el diablo, habiendo agotado todo recurso de tentación, lo dejó hasta otra oportunidad”.

Jesús resistió al mal y lo venció. Tus dos primeros días de afección gripal antecedieron el engañoso tiempo de recuperación, las 48 horas que desubican, presentándose después el desaliento corporal, mucho cansancio, mareos y vértigo, la pérdida del apetito que en ti era extrañísimo, presentándose el lunes de terror por la intermitente insuficiencia respiratoria, nublada por la prueba serológica con resultado negativo. Debió ser una víspera nocturnal sumido en la incertidumbre, con el miedo a morir y la dolencia de dejar tu hogar, tus hijos, a tu familia, esta vida que viviste siempre para el bien. Te retrato despertándote durante esas horas de malestar intenso, con tu mirada extinguiéndose en el horizonte de la alcoba, ese nido de fibra amorosa que representaba la fuerza de tus convicciones y la confianza en que cada nuevo día sería mejor, hasta que amaneció. El aire es vida, sabiéndote falto de ese elemento abundante, que ya no gobernabas a tu antojo, como antes, pensaste más de una vez qué sería lo mejor que harías, hasta que te diste el último baño. Después, el momento cruel de sentir, y exclamar, que ya no aguantabas más. Con la discreción, propia de tu carácter, sin queja ni lamentación alguna, iniciaste el viaje a la eternidad. Hace un mes, te llevaste logros significativos, dejaste sueños sin materializar, pero partiste invicto, ¡como suelen hacerlo navegantes que saben como navegar en mar ‘picado’!

Frutos perennes

Una esposa a la que hiciste destinataria de amor verdadero, entrega sin vacilaciones y paciente aceptación, como hacen los hombres que amamos con lealtad, integridad y transparencia. Ni una sola expresion desleal en su contra, toda tu capacidad de trabajo y comprensión volcada en favor de hacerla feliz. Y lo más edificante, aceptándola con sus virtudes y debilidades.

Cuatro hijos valiosos que tuvieron en ti el padre buenote, servicial y pedagogo con los mejores ejemplos, un papá respetuoso de los hijos ajenos, interesado en proveer lo material, pero con mucha hondura, las enseñanzas para la vida a través del propio desempeño.

Fuiste feliz en actividades culturales como la participación en corralejas y eventos musicales que llamaban tu atención. Indira, la canción de Poncho y Emiliano, se convirtió en tu himno personal. Al analizar su contenido es dable recrearse en ese sonrisal que adornaba tu rostro cuando tarareabas: “A ti no de da dolor, a ti…., de verme así como vivo, solito sin un cariño, hambriento de amor; a ti no te da dolor, a ti…, si eres lo que más me inspira, tienes mi alma resentida, me robaste el corazón; qué tal que me de un dolor profundo, profundo…, qué tal que me muera yo solito, solito…, y tú tan lejos de mí, sin saber cómo morí, sin saber dónde estoy yo. Yo me pregunto por qué, siendo yo un hombre tan noble, con tan buenos sentimientos, con un corazón contento, tenga que vivir así…”.

Hace un mes ya no estás, pervives en las menciones diarias de quienes te recuerdan con fervor, resides en los sueños de tus hijos, en la tarea diaria de tu esposa querida en procura de continuar adelante en la difícil, pero enaltecedora, tarea de conservar la prole y preservar el nido. Hace un mes, el transcurso de los días es denso, pleno en desafíos, sumidos en la ilusión de que en cualquier momento se abrirá una puerta y entrarás triunfal.
Estás en el Cielo, entendiéndolo todo y con motivo de la celebración eucarística conmemorativa, conociéndote como te conocí, aseguro que no estarás pendiente de establecer quiénes no se conectaron, o lo hicieron por poco tiempo, para juzgarlos sin compasión. Tu atención, puesta en orar con devoción por cada uno de los que amaste en vida, sin importar si fueron buenos contigo. Ese fuiste tú, compadre de mi alma.

Ahora que disfrutas la paz eterna con tu papá buenote y tu hermano preferido, salúdame a los míos. Hasta siempre, ¡servidor insigne!

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