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Cirirí Del Jirafo

El tierno encanto del comistral

Escrito por Alberto Muñoz

En días de junio, las noches son vigiladas por su archifamosa luna, en los versos poéticos de Rosendo Romero: Lunaaa de cantos vallenatos, del río rumoroso; luna de siglos el arte noble te hizo inmortal; peero, en las noches de junio, no vibraré contigo, ten la certeza que no haré lo mismo; que con el tiempo vengo repitiendo, yaaa vuelve mi cariño; ahorita tengo fe en el corazón, y estos besos me .tienen que cambiar, y ya no habrá más penas, por la luna de junio. En uno de esos, antes de las nueve de la mañana, arrimé al edificio “Calle Murillo”, en la 44 con 44, diagonal a los cinemas de entonces, en busca de mi amigo y paisano, Evaristo “Severiche” Morales. Llevábamos más de un año como residentes en la linda Barranquilla, en plan de estudios, y la camada de ‘recién llegados’: el gran Toto Suarez Pelaez, Roberto Muñoz Plata, Reinaldo Torres, y muchos más, uniéndonos a quienes nos antecedieron en busca de mejores horizontes. En ese edificio, se movía una verdadera revolución que estremeció, en el mejor sentido, nuestra bella música. En uno de los apartamentos compartían la vivienda varios profesionales queridos: el inolvidable William Pimienta Morales, uno del barrio Guatapuri y me refiero a Stevenson Castilla, Tibaldo Serpa e Israel “el Pollo Irra” Romero. En otro piso compartían vivienda el compositor y médico Fernando Meneses, Carlos Salgado y pare de contar. Nuestro amigo “Severiche” fue ubicado en un espacio reducido, pero lleno de calor Vallenato, que años después cuando tuve el honor inmenso de dirigir centros carcelarias comprobé que el rinconcito en el que Evaristo vivía plácidamente no cumplía, en tamaño, las reglas mínimas de tratamiento a los reclusos establecidas por la Organización de las Naciones Unidas – ONU, pero su felicidad era el preludio de la plenitud que disfruta al lado de su inigualable Nancy y sus hijos. En la terracina exterior era dable encontrar, en larguísimos retozos inspiracionales, a mis buenos amigos Rosendo Romero “el poeta de Villanueva” y Tomas Dario Gutierrez Hinojosa. Unos meses antes salió al mercado el primer larga duración de El Binomio de Oro, con “momentos de amor”, “lareciente” y la gustadera, como puntas de lanza.

Esa mañana, al no encontrar a mi amigo, bajé derechito al restaurante, ubicado al lado de la edificación, donde se aprestaba a “quebrar” un verdadero piquete. Daniel Celedon Orsini, culminaba su estudios presenciales de derecho y leía el periódico. De pronto, descendió aquella bandeja con toda una alfombra de carne en bisteck, que superaba con creces su extensión territorial, rodeada de ocho patacones ubicados con precisión en filas de cuatro. Para disimular, un platico con picadura de cebolla, arañazos de lechuga y un pellizco incompleto de tomate. Al frente, severa taza de café con leche y un vasón de jugo de naranja. Desde entonces, denominamos el sitio como “la pataconera” y recordamos la fortaleza del desayuno Vallenato. Es que acaso media docena de rosquetes de queso, un par de arepas o el trío de arepuelas, ganarían con facilidad si se enfrentan con un buen bollo limpio, de los de antes, con carne molida abundante, o dos bollos de queso, de mazorca, de  maduro o de yuca, y pégueles con lo que que quiera: carne pangá’, desmechada, hígado empevrado, queso, suero, guisado de lo que quiera y aguanta también con huevos criollos. Y, ¡hasta solos!

Los afanes del medio día

Fuimos después a visitar una fans de Evaristo. La mujer quillera es especial y Miguel Morales, así las pintó  en su hermoso canto: Barranquilleras, barranquilleras, barranquilleras ustedes tienen mucha fama; (…) volví de nuevo a Valledupar, a los tres meses volví a Curramba, la Barranquillera me esperaba, y corrió hacia mí al verme llegar”.

Después de una larga conversación, escuchamos música, un par de frías y luego un silencio hondo, crudo, crudísimo. Bien lo decía el Negro Velorio, no hay cosa que dé más hambre que hablar bastante o escuchar a alguien que hable sabroso. Eso, pasarse el día en El triángulo, en La Ceiba o en Hurtado, y él hambre, son los mejores estimulantes del apetito. Anunciamos la partida cuando de pronto salió la hermana mayor y nos invitó a almorzar con ellas. El sancocho lo hizo la abuelita Mirra, nos dijo con certeza de buena anfitriona. Echamos otra conversada hasta que coincidimos en la mesa. Primero nos ofrecieron un guineito maduro, de los tigrillo, después una tirilla breve de pajarilla frita, con un mogotico de sal y pimienta. Enseguida, el plato fuerte, plato hondo contoneándose por lo lleno, rebosante de sopa, con zigzagueantes serpentinas de pasta y fideo, “la insuperable”, nudillos de ajo, tomate, cebollín, uno que otro tumulto de culantro y algunas salientes icebergianas que despertaron la curiosidad de Seve, quien sin disimularlo se mandó con un cucharazo, al estilo de la rula más cortante, pero aquella montaña se desvaneció en las profundidades oceanicas del recipiente. Su rostro cambió y la preocupación, el desánimo y ‘la piedra’ se marcaban en las zanjas de su frente oscura. Aceleró la ingesta y antes que le ofrecieran, emitió un gemido parlado: quedé full, no me cabe más. Me tocó repetir y emular la sentencia de Emilianito, en ‘No bebo más’: y todo’aquellos tragos que me dejo de tomar, es mi compadre Poncho quien se los toma por mí. Dieron después el consabido pedacito de bocadillo con una laminilla, a tras luz, de queso de capa.

Partimos con gran dolor en el alma vallenata, nunca antes habíamos probado el sancocho de pan de sal con aporte italiano por las pastas. Morales cantaba emocionado, solazándonos con, los versos de Escalona: “pero es que no saben El hambre que se pasa, cuando un vallenato se sale de su casa. Tanta yuca buena que se come en la provincia, tanta carne gorda de novillo empotrerao’, es lo que me mortifica, cuando me veo tan hambriao’; porque un vallenato acostumbrado como yo, a comer sancochos no se puede conformar, con un pedacito e’ pan, y cuatro granitos de arroz”. Recordé sin parar los paseos al “potrero” de nuestro apreciado Luis Garcia, el mismo donde disfrutamos entonces el toque mágico del pollo Vallenato, Luis Enrique Martínez, de Nicolás Elias, Ovidio “Villo” Granados, Abel Antonio y otros intérpretes magistrales del Vallenato. Mucho más, aquel paseo en el que, centrados en la amenizacion de Colacho, Rodolfo y Adán, don Armando Uhia y Elias Gutierrez, se autopostularon para “darle vueltas” al comistral: arroz de asadura de chivo, arroz de fideo, guiso de chivo en acción, guineos largos verdes cocinándose. El fogón quedaba lejos del sitio de parranda, que fue ubicado bajo una arboleda con sombrío, frescor y alegría visual, a unos novecientos metros de la casa. A cada rato, los dos voluntarios, bien aprovisionados de licor, iban y volvían con comentarios alentadores. A las cinco de la tarde, después de horas sin comer, rendidos los dos en el carro en el que llegaron, retornaron a Valledupar. Se habían empacado el chivo y medio guisado por lo que la parranda terminó, con llegada de emergencia a “la ceiba”, uno de los mejores comederos de entonces, con buen mondongo, sobre barriga, carne asada, punta gorda y la infaltable sopa de costillas.

Con Evaristo ajustamos gracias a un carretillero que llevaba mangos de azúcar y nos fuimos al palacio del vallenato en el barrio La Victoria. Entrada la noche, después de canasta y media de frías, entramos felices al Merendero: mondongo, punta gorda, yuca afinada y picante formidable. Concluimos un día de azares, pesares y comida en punta, no sin evocar las ricuras del Merendero La Bella: arroz de palito, de lisa o blanco: pláticas de cerdo, carne guisada, molida, esmechada, riñoncito pité, mondongo, muchacho guisado, pastelitos, y las blanquísimas, riquísimas y extrañadisimas arepitas de queso. 

En este tiempo, buena falta que hacen las empanadas de queso y el peto aquel que, hace cuatro años exactamente, me brindó en Valencia de Jesus mi buen amigo, Gustavo Morales. Por cierto, la receta del Monito Rosado para asar, con doradez, las arepas sigue invicta como la mejor…pero se roba las hojas del palo de la India ubicado frente a la casa de Lucho Hinojosa, quien resignado secretea, cuando lo vé: ¡puerca pollera no pierde el vicio!

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